María José Martínez
Sin duda alguna, las cárceles son lugares donde podemos entender la desigualdad, la injusticia y la raíz de la violencia que vivimos en México. Son el reflejo de la sociedad en la que están. Hablan de nuestra propia realidad y de cómo hemos fallado. Son el resultado y la consecuencia de los problemas que tenemos como sociedad y la clave para combatir lo que hemos fracasado.
Según los datos más recientes del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social (OADPRS, 2020) la población penitenciaria en México es de 215,232 personas. De los cuales cerca del 95% son hombres y el resto mujeres. En cuanto a su sentencia, poco más del 40% sigue esperando una.
Asimismo, de acuerdo con el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI, 2016) en su Encuesta Nacional a Población Privada de la Libertad (ENPOL), alrededor del 70% tiene entre 18 y 39 años; poco más del 70% tiene solo educación básica y otro 70% tiene dependientes económicos. El 97% trabajó alguna vez antes de su arresto como trabajadores artesanales, operadores de maquinaria industrial, empleados de ventas, comerciantes informales, entre otros. El 40% de las quienes cumplen una sentencia, están por robo en cualquiera de sus modalidades, siendo también el principal delito por el que se encuentran en prisión. Y cabe resaltar que prácticamente la mitad de la población tiene sentencias entre 1 y 10 años. Esto último quiere decir que tarde o temprano van a salir. Además, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH, 2019) en su Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria registró que casi el 70% de los centros penitenciarios estatales muestran insuficiencia de actividades laborales y de capacitación.
“Me pagaban doscientos pesos a la semana. Eran como 15 horas las que trabajaba diario y en una ocasión no me dieron mi pago porque manché los productos de sangre porque me lastimaba las manos y los dedos, pero no tenía de otra, tenía que mandarle dinero a mi familia. Sé hacer de todo. Aprendí de carpintería, bordado y de artesanías.”
Estas fueron las palabras de una persona que estuvo en prisión que me marcaron mucho cuando platiqué con él acerca de cómo había sido su vida en la cárcel. No es un caso aislado. En él podemos ver los datos reflejados en la vida de una persona. Es un hombre joven de 31 años de edad, que estuvo 10 años en prisión por el delito de robo, con educación básica, que tiene que mantener a su familia, que ha vivido con ingresos bajos y que ni siquiera, después de año y medio de compurgar tiene su INE, ese documento oficial que ha sido requisito e impedimento para conseguir un empleo formal.
Esto es lo que muchas veces les espera cuando salen. Incluso hay quienes les da miedo quedar libres, porque no saben lo que les espera. Las empresas que ofrecen trabajo a las personas que estuvieron en prisión son muy pocas, y cuando les llegan a pedir documentos oficiales, se les complica todavía más, ya que las instituciones tardan meses o años en brindarles lo básico que tendría cualquier otro ciudadano para salir adelante. Otras les solicitan constancia de antecedentes no penales. Sin mencionar que esto último, es un acto de discriminación.
Y el problema es que ni siquiera como sociedad confiamos en que la cárcel sirva para prevenir el delito por medio de la reinserción social, tal y como lo dice el artículo 18 constitucional, sino más bien para castigar y excluir a quienes siempre han vivido de alguna forma marginados. Inconsciente o conscientemente no creemos en la reinserción social, porque si creyéramos en que las prisiones efectivamente sirven para “hacer justicia” y prevenir el delito, entonces no excluiríamos más a quienes han vivido constantemente así, porque confiaríamos que efectivamente el Estado garantiza su reinserción.
Por lo tanto, las cárceles solo generan una sensación falsa de seguridad y la reinserción solo se encuentra en el discurso y es autodidacta, no social, porque no hay políticas públicas, programas y acciones específicas que la sustenten tomando en cuenta a la persona y su contexto, porque ellos pueden cambiar, pero su barrio o comunidad que pudo haber sido un factor para la comisión del delito no.
Finalmente, es el populismo punitivo el que, a través del discurso, las iniciativas y políticas públicas promueve el uso excesivo de la cárcel como la medida más viable e inmediata para combatir la violencia y la inseguridad al hacernos creer que así se va a solucionar, estableciendo esa equivocada sensación seguridad y promoviendo injusticia y desigualdad.
Hay que apostar por iniciativas y políticas públicas que promuevan la prevención del delito, la reinserción social, y verdaderamente garanticen los derechos a todas las personas para erradicar de raíz la injusticia, la violencia y la desigualdad.